El viernes 15 de julio, sobre las 10 de la noche, unos tanques bloquearon el puente del Bósforo, en Estambul. Al principio, se corrió la voz de que se trataba de un atentado. Pero pronto, la verdad empezó a doler. Los tanques habían salido a las calles en Estambul y en Ankara.
Se oían tiroteos y explosiones. Unidades del ejército se posicionaban en ubicaciones centrales, como en la Plaza Taksim. Ocuparon el edificio de la televisión pública. Otras ocuparon el aeropuerto más grande de Estambul. Aviones F-16 estaban sobrevolando a ras de tierra para sembrar el miedo.
Un poco antes de las 11, el primer ministro Binali Yildirim salió en una cadena de televisión privada para denunciar un intento de golpe de estado por “una parte del ejército”. La confirmación vino un poco más tarde cuando en la cadena pública se leyó el comunicado de los golpistas que se autodenominaban “consejo de paz”. Dijeron que habían tomado las riendas del país para asegurar “los derechos humanos, la Constitución y el estado de ley”.
Todos los golpes de estado en Turquía desde 1960 han utilizado un discurso similar. Otra cosa que aseguraban los golpistas era que “las obligaciones internacionales” de Turquía serían totalmente respetadas. Turquía es uno de los países importantes de la OTAN y la base de Incirlik la usan a menudo aviones yanquis en su “guerra contra el terrorismo en el Medio Oriente”. En esta base repostaron combustible los aviones controlados por los golpistas.
John Kerry, el ministro de Asuntos Exteriores de EEUU, que estaba en Moscú en aquel momento, deseó “estabilidad y continuidad” a Turquía. Era un guiño hacia los golpistas. Un poco más tarde, el Ministerio de Asuntos Exteriores informaba a los viajantes estadounidenses de que en Turquía había tenido lugar un “levantamiento” y no golpe de estado.
Tanto Obama como Kerry se acordaron de que había un “gobierno democráticamente elegido” mucho más tarde, cuando ya era obvio que el golpe de estado estaba fracasando. Lo mismo pasó con la UE y con todos los gobiernos “occidentales democráticos”. Por supuesto, no tenían ningún problema con Erdogan los meses anteriores cuando firmaban el vergonzoso acuerdo sobre los refugiados o cuando Erdogan mandaba el ejército contra el pueblo Kurdo.
Mientras el golpe de estado estaba agonizando, empezaron a aparecer “análisis” que lo infraestimaban. En todos los medios de comunicación internacionales, la descripción mayoritaria era que se trataba de un acto casi cómico de unos “militares sin cabeza”. Los más imaginativos utilizaron las palabras de Gulen, un imam ex-aliado y ahora enemigo duro de Erdogan, según el cual todo el acto fue una escenificación del propio Erdogan.
La verdad es que el golpe de estado era real y amenazante, aunque no tuviera el “sello” de la alta dirección del ejército como ocurrió en otros casos de golpes de estado en Turquía. Una medida de su seriedad es el coste en sangre: 265 muertes y casi 1500 heridos y heridas. Los comandantes del segundo y tercer ejército, el jefe del primer ejército, el comandante militar de Malatya (base del 2º ejercito), un ex lider del Consejo de Defensa Nacional, unidades de la fuerza aérea y partes de divisiones de tanques participaron en el intento.
Lo que no calcularon bien los golpistas fue la reacción masiva a su intento. Esta resistencia cambió el equilibrio de fuerzas y marcó la opinión de los altos militares que no se habían pronunciado en los primeros momentos. Los manifestantes que anduvieron en el puente de Bósforo, sin miedo a las balas ni a los tanques que lo habían ocupado, fueron los que mostraron con su sangre que si los golpistas hubieran insistido, habrían encontrado una resistencia sin precedente, que podría haber llegado al borde de una guerra civil.
Así que Erdogan, que casi se había escondido, hizo un llamamiento al pueblo para que saliera a la calle (utilizando las redes sociales). Pero la resistencia al golpe de estado no vino solo del estrecho núcleo de seguidores acérrimos de Erdogan y el aparato de su partido, AKP, a los que algunos “analistas” se atreven a llamar “chusma islamista”.
Erol Onderoglu, portavoz de Periodistas sin Fronteras, que está perseguido por el gobierno de Erdogan por hacer “propaganda terrorista” al apoyar un periódico pro-Kurdo, dijo a The Guardian: “La resistencia al intento de golpe de estado anoche fue especialmente heterogénea. El resultado más útil de estos acontecimientos es que mucha gente que no apoya a AKP apoyó los valores democráticos a pesar de la represión [gubernamental] reciente.”
Un profesor de Universidad comentó en el mismo periódico: “Esta gente no apoya a Erdogan pero están contra la idea de un golpe de estado militar. Turquía tiene una historia de intervenciones militares que han sido muy dolorosas y traumáticas, y por eso no me sorprendí cuando vi una oposición tan unida a este intento”.
Estas experiencias “dolorosas y traumáticas” de los golpes de estado en Turquía no son una manera de hablar. Es una historia reciente, sucia y sangrienta. Cuando la oposición “laica” organizó manifestaciones hace tres años en la Plaza Taksim, la consigna dominante decía que el ejército debía “cumplir su deber”.
La primera vez que “cumplió su deber” el ejército fue en mayo de 1960 cuando derrocó al gobierno de Menderes del Partido Demócrata. Los militares pensaban que los fundamentos del estado “kemalista” eran amenazados y que Menderes (al que ahorcaron después de una parodia de juicio) llevaba a cabo una apertura hacia la URSS. Organizador de aquella junta de militares “jóvenes y de baja graduación” era el coronel Alparslan Turkes, que unos años después fundaría el partido fascista MHP, cuyos grupos de combate, los “Lobos grises” atacarían y asesinarían a miles de obreros, estudiantes y gente de izquierdas.
El siguiente golpe de estado ocurrió en marzo de 1971. Esta vez los tanques no salieron a las calles. El jefe del Consejo de Defensa del Estado mandó un “memorándum” al primer ministro Demirel dándole un plazo para conseguir un “gobierno estable”, y si no, el ejército “cumpliría con su deber constitucional”, o sea, tomaría el poder, tal y como sucedió. Lo que ocurrió después fue una ola masiva de detenciones, torturas, encarcelamientos de militantes de izquierdas y del movimiento obrero.
Pero toda esta represión no fue nada comparada con lo que pasó en septiembre de 1980 cuando la junta del general Evren, dio otro golpe de estado. Casi 650 mil personas fueron detenidas, centenas de miles fueron juzgadas y condenadas a penas graves y a muerte. Casi un millón y medio entraron en la “lista negra”, y centenas de miles perdieron su pasaporte. Miles fueron las personas asesinadas y desaparecidas.
Masacraron o echaron del país a una generación entera de izquierdas y de movimientos masivos. La represión fue aún más salvaje en la parte suroeste del país, contra la población kurda. La cárcel de Diyarbakir se convirtió en un sinónimo del terror. Ahí están las raíces de la guerrilla del PKK, que ganó miles de adeptos los años siguientes.
La última vez que el ejército derrocó a un gobierno con un “memorándum” fue en febrero de 1997; el primer ministro era Erbakan, del partido de Bienestar, del que proviene el partido de Erdogan. La primera señal vino a principios de aquel mes, cuando los tanques salieron a las calles de Sincan, un barrio de Ankara. Se había organizado un acto público, con participación de oficiales del gobierno, contra los crímenes de Israel, y se habían colgado banderas de Hamas y de Hezbolá. Esto era demasiado para los generales que hicieron “un movimiento para equilibrar la democracia”, como dijo uno de ellos.
A finales de mes mandaron su “memorándum” a Erbakan, demandando la “salvaguardia del carácter laico del estado”. Erbakan lo firmó, y así firmó su muerte política. Tres meses después, dimitió.
El partido de Erdogan ganó las elecciones de 2002 y los años siguientes ganó sucesivamente otras tres elecciones, con una mayoría cada vez más amplia. Es un partido conservador con política neoliberal y su columna vertebral son capitalistas que quieren vestir sus intereses con traje de “respetuosa religiosidad”. Pero los que lo votan son millones de trabajadores y trabajadoras y pobres en las grandes ciudades turcas.
La razón es sencilla. El AKP era el partido que odiaban los militares, y por eso la gente que había sufrido décadas de opresión lo votaba. Cuando Erdogan rompió relaciones con Israel después de los asesinatos en la flotilla de solidaridad con Gaza, su popularidad subió. Los generales eran los aliados tradicionales de Israel.
Y cuando empezó el “proceso de paz” con el PKK en 2011, los generales se estaban volviendo locos, pero la mayoría quería paz. A su vez, la economía parecía marchar estupendamente, por lo que la clase burguesa también estaba contenta.
Pero la crisis mundial empezó a desinflar el milagro económico, y el Medio Oriente comenzó a arder. Las condiciones para que los generales reaparecieran en el escenario político las creó Erdogan mismo, aliándose con ellos para atacar al movimiento del Parque Gezi en 2013, contra las huelgas y sobre todo para reiniciar la guerra contra el pueblo kurdo.
El periódico Financial Times comenta y acierta:
“Como primer ministro, Recep Tayip Erdogan le había sacado los dientes a las fuerzas armadas, pero al final les devolvió su influencia cuando se hizo presidente hace dos años. Lo que devolvió a los generales a los círculos de poder fue la decisión del presidente de hacer la jugada nacionalista y empezar otra vez una guerra con todas las fuerzas contra PKK, pasando al ejército el control de muchas áreas del suroeste donde el pueblo kurdo es mayoría.”
“Como primer ministro, Recep Tayip Erdogan le había sacado los dientes a las fuerzas armadas, pero al final les devolvió su influencia cuando se hizo presidente hace dos años. Lo que devolvió a los generales a los círculos de poder fue la decisión del presidente de hacer la jugada nacionalista y empezar otra vez una guerra con todas las fuerzas contra PKK, pasando al ejército el control de muchas áreas del suroeste donde el pueblo kurdo es mayoría.”
El artículo termina con una conclusión y una advertencia: “Los generales han vuelto a la ecuación política, y un presidente que sobrevivió porque los militares lo apoyaron, es mejor que no se confíe demasiado”.
Erdogan no es amigo de los trabajadores ni de las libertades democráticas. Pero si la izquierda no se enfrenta abiertamente y sin ninguna duda con los golpes de estado de los generales, nunca encontrará el camino hacia la mayoría que no quiere en Turquía una dictadura como la de Sisi en Egipto.
Los compañeros y compañeras de DSIP (nuestro partido hermano en Turquía) llamaron desde el primer momento a la resistencia activa en las calles contra el golpe. Pero decían: “Mientras luchamos contra el golpe de estado, hay que luchar contra las condiciones que dieron a los militares la oportunidad para este intento: las condiciones antidemocráticas, las condiciones de guerra”.
Basado en nuestros periódicos hermanos de Turquía y Grecia
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