Fue el 17 de aquel julio, cuando el ejército español llevó a cabo un golpe de estado para derribar al gobierno del Frente Popular, que había ganado las elecciones en febrero. El general Franco, que encabezaba el ejército en las colonias de África, estaba en el centro de este golpe. Pero detrás de él se alinearon la clase dirigente y la derecha entera: industriales, terratenientes, la Iglesia Católica, las dos alas de monárquicos y la Falange de los nazis españoles.
Pero el golpe de estado fracasó. En muchas ciudades las organizaciones obreras se movilizaron, ganaron soldados, se armaron como pudieron. Y el campo se revolucionó. Millones de jornaleros y campesinos estaban sufriendo la más cruda explotación. Tomaron las armas (o simplemente las horquetas y las azadas) y echaron a la odiada Guardia Civil y a los terratenientes. En la Armada los golpistas no estaban bien organizados. Los marineros y suboficiales detuvieron a los oficiales y tomaron el control -en algunos casos los oficiales fueron ejecutados y sus cadáveres arrojados al mar-.
El escritor inglés George Orwell se alistó como voluntario en una milicia obrera (del POUM, Partido Obrero de la Unificación Marxista) para luchar contra los fascistas. En su libro “Homenaje a Cataluña” describe su primera impresión de Barcelona: “Por primera vez en mi vida me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios… En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de «camarada» y «tú», y decían ¡salud! en lugar de buenos días.”
Pero Franco y sus generales tenían el apoyo material sin límites de Hitler y de Mussolini. Más de 60 mil soldados italianos llegaron como “voluntarios” al Estado español, junto con centenas de tanques y metralletas. La participación alemana fue menor en cuanto a cifras, pero igual de sustancial: asesores en el ejército “nacional”, armas, aviones Stuka de la legión Condor. Ellos arrasaron Guernica, donde Picasso se inspiró para su obra antifascista, anti-guerra, clásica.
El equilibrio de fuerzas a nivel militar se inclinaba en contra de la España Republicana. Pero ¿qué camino estaba buscando el gobierno? Lo que hizo fue pedirles ayuda a los países democráticos occidentales. Al fin y al cabo, se trataba de un gobierno legalmente elegido. Además, en Francia gobernaba el gobierno “hermano” del Frente Popular. Leon Blum, su primer ministro, en los actos públicos de solidaridad con España hablaba con lágrimas del “compañero miliciano que cae en el campo de batalla”. Pero la dirección del ejército francés no podía ocultar mucho la simpatía que tenía hacia Franco. El Partido Radical que participaba en el gobierno no tenía ningunas ganas de ayudar a los “rojos” de España. Así que el gobierno de izquierdas en Francia abandonó a su suerte al gobierno de izquierdas del otro lado de la frontera.
La Rusia de Stalin mandó armamento a España. Comintern organizó el envío de miles de antifascistas a las Brigadas Internacionales. Pero, para Stalin, la ayuda a la República formaba parte de sus intentos de crear una alianza con Francia y el Reino Unido contra Alemania. Cuando este intento fracasó, Stalin perdió su interés por España. La ayuda empezó a disminuir a medianos de 1937 y las Brigadas Internacionales se retiraron en la primavera del 38.
Pero la estrategia de acercamiento a los países imperialistas “democráticos” tuvo consecuencias dentro de España. Stalin no quería experimentos revolucionarios en España que pudieran asustar a Inglaterra y a Francia. El Partido Comunista Español siguió esta línea fielmente. Primero tenemos que ganar la guerra, decía, y después podemos hablar de cambio social. Esto significó que en la práctica su política era contrarrevolucionaria. El partido y el gobierno hacían todo lo que podían para parar cualquier embrión de poder revolucionario construido por los obreros, obreras y campesinos a partir de julio 1936. Las fábricas se tenían que devolver a sus propietarios originales -si habían pasado a la contra de Franco, se podía encargar el Estado durante un tiempo, pero sin control obrero. Los bancos permanecieron en las manos de los banqueros. En el campo tendrían que diluirse las cooperativas y los colectivos. Y la antigua disciplina, con los oficiales, los “saludos” y “Atención… Alto… Vista al Frente”, tendrían que reestablecerse en el frente: el ejército tendría que volver a ser “profesional”.
En mayo de 1937 estas presiones llegaron a su culmen y explotaron con violencia en el centro de la Revolución, en Barcelona. El director de la policía (miembro del PCE) montó una provocación, organizando un ataque al edificio de Telefónica, que era controlado por un comité común de trabajadores de CNT y de UGT. Obreros y obreras de Barcelona contestaron levantando centenas de barricadas.
Las barricadas fueron retiradas después de la intervención de los líderes de CNT y de FAI. Y después de estos pasos atrás, vino la represión. Centenas de obreros fueron detenidos acusados por “provocadores”. Muchos fueron asesinados por la policía. Los revolucionarios del POUM fueron las primeras víctimas: Andreu Nin, el líder del POUM, fue asesinado; centenas de sus miembros terminaron en la cárcel. Y, en consecuencia, empezó paso a paso la erradicación de todas las victorias de los trabajadores.
En noviembre de 1936 se remodeló el gabinete del Frente Popular y Largo Caballero, el líder del ala izquierda del PSOE, fue presidente. Dos comunistas entraron en el gobierno. Pero lo más impresionante e inesperado fue la entrada de dos anarquistas en el gobierno. Federica Montseny fue ministra de Salud y Juan García Oliver ministro de Justicia.
Los anarquistas, durante décadas, declaraban su odio por cualquier contacto con la “política”. Rechazaban todo tipo de Estado -incluido el Estado obrero-. Pero para ganar la guerra contra los fascistas se necesitaba una violencia organizada y concentrada, en otras palabras, un Estado. Y ya que en la teoría anarquista no cabía el Estado de la clase trabajadora, se rindieron al Estado burgués, sólo cambiándole el nombre: ya no era un estado despótico sino un estado “antifascista”.
En 1936 la clase obrera en el Estado español ya tenía una experiencia de cinco años de lucha dura y de radicalización. Un proceso que había empezado en 1931, cuando otra revolución derribó la dictadura y acabó con la monarquía. Las experiencias de aquellos cinco años significaron que en 1936 la revolución empezaba de un punto aún mejor que lo que empezó la clase obrera de Rusia en 1917.
Los comités antifascistas, los consejos en las fábricas, las milicias obreras, fueron órganos equivalentes a los soviets en Rusia. Pero había una diferencia importante. En Rusia los soviets se convirtieron en herramientas políticas de lucha y de poder. Se coordinaron, hicieron conferencias donde se enfrentaron varios programas para la revolución. Nada de este tipo pasó en España. Los anarquistas trataban la revolución como un proceso que se desarrollaba en paralelo en miles de sitios sin necesidad de luchas centralizadas. Los socialistas de izquierdas creían que era suficiente un gobierno de izquierdas para que el Estado se convirtiera en “revolucionario”. Y los revolucionarios, especialmente dentro del POUM, eran solo algunos miles y con ideas políticas confusas.
La revolución fue machacada. Pero esto no llevó ni al apoyo de los gobiernos “democráticos” de otros países, ni al éxito a nivel militar. Para ganar la guerra era necesaria la revolución, no lo contrario, como pretendían los estalinistas. Desde el momento en que paró la ola revolucionaria, era cuestión de tiempo que el equilibrio se inclinara a favor de los que militarmente eran más fuertes: Franco y los fascistas.
La revolución española de 1936 podría haber cambiado el destino del mundo. No lo consiguió, y todo el mundo se hundió en la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, de Auschwitz y de Hiroshima.
Traducción de artículo de Stelios Mijailidis para Solidaridad Obrera (Grecia)
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