Gracias a la aplastante superioridad del ejército soviético frente a los
nazis en la segunda mitad de la Segunda Guerra Mundial, la URSS dominó a partir
de 1945 toda Europa del Este. Rápidamente se llevó a cabo un proceso de
“sovietización” en los países ocupados, es decir, se nacionalizó la tierra y se
impulsó la industria a escala sobrehumana, todo ello controlado por un ejército
de funcionarios nacionales y rusos. Estos últimos tenían el control, siendo el
embajador soviético el verdadero gobernante del país, solo controlado por el
presidente de la URSS. Además, la policía política soviética comenzó a eliminar
toda oposición y a controlar todos los centros de trabajo y a la sociedad en
general para impedir cualquier obstáculo a los planes que venían de Moscú. Europa
del Este se había convertido en el patio trasero de la URSS.
El 5 de marzo de 1953 muere Stalin y la cúpula
soviética decide dar un golpe de timón, desvelando la verdadera cara del
estalinismo al denunciar la mano dura del sistema y la represión llevada a cabo
por el difunto presidente. Esto hace albergar esperanzas a la población de los
países dominados por la URSS. En junio de ese mismo año, una manifestación
obrera es aplastada en Berlín del Este tras dos días de lucha contra los
tanques soviéticos, lo que demostró que aquella apertura no era tal. Tras la masacre de Berlín, Europa del Este
comienza a revelarse contra la URSS, de la que ninguno de los países tenía
independencia real, siendo solo solares para grandes fábricas que abastecían el
mercado ruso. Solo Yugoslavia había conseguido ligeramente salir del bloque
soviético y alinearse dentro de los países neutrales.
Además, la Guerra Fría que comenzó en el año 1953,
demostraba que los países del Este de Europa debían obediencia militar a la
URSS frente a los EE.UU. y la OTAN. El Pacto de Varsovia, creado por la URSS en
1955, fue otro agravio para los países de Europa del Este dominados por ella, dado
que obligaba a todos sus ejércitos a ponerse a sus órdenes en su guerra contra
los EE.UU.
En este
orden de cosas, el 23 de octubre de 1956, los húngaros y húngaras salieron a la
calle al grito de libertad y democracia, en apoyo al pueblo polaco, que se
había movilizado un día antes. En la capital se manifestaron unas doscientas
mil personas. En el resto de ciudades también hubo grandes movilizaciones. Al
mismo tiempo, en la radio se podía escuchar la proclama “la clase obrera va a
defender la democracia popular usando cualquier medio necesario”. La
manifestación en Budapest estuvo protagonizada por l@s estudiantes, que
salieron de la universidad, y por los y las obreras de los barrios de la isla
Chespel, en el sur, y de Upest, en el norte. Había sido propuesta, durante una
de las tantas asambleas realizadas en la universidad, por el grupo llamado
“Círculo Petofi”. El gobierno húngaro, tras titubear a la hora de dar o no
permiso para la manifestación, lo concedió por presión social.
El ejército soviético no dudó en salir de los cuarteles y luchar contra l@s
manifestantes en plena calle, cuando estos, al mismo tiempo, rodearon la radio
estatal pidiendo que se leyera su manifiesto y llegaron a la estatua de Stalin,
derribándola y dejando solo los pies de ésta. El ejército del país que se
mantuvo neutral y fue la población húngara la que consiguió detener al ejército
de la URSS y comenzó a hacer reformas obreras, proclamando que no volverían a
entregar el país a los nobles y capitalistas que habían abandonado Hungría al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, pero que tampoco querían ya soportar el
imperialismo soviético.
Al día siguiente, 24 de octubre, comenzó una huelga general, al tiempo que
se formaba un nuevo gobierno bajo el auspicio ruso con la persona de Imre Nagy
al mando, que había sido destituido el año anterior por intentar reformas desde
arriba. De esta forma, se pretendía desde Moscú frenar las protestas. Pero el
poder estaba en otro lado, se encontraba en los comités obreros generados
durante la huelga general, que se apoderaron del país, organizando una red de
comités obreros para cada sector en Hungría. En las empresas, los comités
destituyeron a todos los cargos, tomando el poder, subiendo los sueldos y
destruyendo las listas negras de l@s obreras que durante años habían reunido
las directivas con la ayuda de la policía política a las órdenes de Moscú.
Además, la producción sería decidida por la plantilla y no por la dirección.
Otra decisión fue la de disminuir el volumen industrial, ya que el modelo
existente, copiado del soviético, generaba desigualdad y explotación entre la
clase obrera húngara, pues implementaba grandes industrias donde el ser humano
no era sino un engranaje más.
Las medidas que el gobierno de Nagy comenzaba a implementar procedían
directamente de las reivindicaciones de los comités, y estos exigían la salida
de las tropas soviéticas de Hungría, la neutralidad del país y su abandono del
Pacto de Varsovia, pero sin volver a antes de 1945, puesto que la clase obrera
se había empoderado y ya no iba a volver al capitalismo. También se exigía la
formación de un comité revolucionario que llevara a nuevas elecciones y acabara
con el antiguo parlamento, para dar luz verde a un nuevo estado. Este comité estaría
basado en los comités regionales que, a su vez, estarían conformados por
comités de menor nivel, con representantes elegidos individualmente de forma
democrática. Todo esto se resumía en que Hungría se gobernaría de abajo a
arriba. El 29 de octubre, las tropas soviéticas salieron de la capital húngara.
Dos días después, 24 consejos de fábricas se reunieron y declararon que las
direcciones de las fábricas serían elegidas democráticamente por el consejo
obrero, pasando los anteriores directivos a tener la misma consideración que el
resto de la plantilla.
El presidente húngaro contaba con la simpatía de dichos comités, pero no los
controlaba. Por su parte, el parlamento del país seguía en manos de la URSS, lo
que hacía que en Hungría hubiese dos órganos de poder, con la incógnita que
ello generaba. La revolución húngara estaba en un punto que amenazaba tanto al
imperio de la URSS como al estatus quo mundial. El
4 de noviembre de 1956, el ejército soviético entró en Budapest y en el resto
de ciudades húngaras bajo la llamada Operación Tornado, creando el caos y
destruyendo todos los comités. Tras tres días de lucha por todo el país, la
URSS dominaba otra vez Hungría y dispuso un gobierno títere, en la persona de
Yanos Kadar.
Pero el sacrificio de la clase obrera de Hungría no fue en vano. Los
acontecimientos de 1956 tuvieron enormes consecuencias para la izquierda a
nivel internacional. Por primera vez resultaba tan patente que lo que los
revolucionarios de la “oposición de izquierdas” y los seguidores de Trotsky
denunciaban desde los años 20: que lo que se estaba construyendo en la URSS no
tenía nada que ver con el socialismo y el poder obrero. Se abrieron brechas
dentro de los partidos comunistas, de las que pocos años después surgirían
organizaciones revolucionarias que reconectaron con la tradición marxista que
ve a la clase obrera y no a los tanques ni a los burócratas como el actor del
cambio. El 1968 no habría existido sin el 1956. Por otro lado, la revolución
húngara rompió un mito liberal, según el cual los países estalinistas eran un
“monolito”, sociedades obedientes (una lógica que se expresa por ejemplo muy
claramente en la famosa novela de George Orwell, 1984). El estalinismo creó un
capitalismo de estado y, como el capitalismo en general, producía su propia
negación: la clase obrera. Llegarían más momentos de enfrentamiento entre esta
clase y la burocracia: Checoslovaquia 1968, Polonia 1970, 1976 y otra vez en
1980 hasta los levantamientos finales en 1989-91.
Juan Antonio Gilabert
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