miércoles, 21 de septiembre de 2016

Black Lives Matter Anti-racismo y radicalización en USA


Más de 140 personas de raza negra han sido asesinadas por la policía en Estados Unidos en lo que va de año según The Counted, un proyecto de The Guardian que contabiliza las muertes de manos de las fuerzas del Estado en dicho país, y que asegura que la cifra total de 2015 asciende a 1.134.

En los primeros días del mes de julio despuntó un nuevo ciclo de esta violencia racista que, por otra parte, nunca se había detenido. La policía asesinó a Alton Sterling, de 37 años, a la salida de una tienda en Luisiana, y a Philando Castile, de 32, al día siguiente en Minnesota, tras cometer una infracción de tráfico rutinaria. Existen vídeos de ambos episodios. Mientras que la policía dice que Sterling iba armado con una pistola y estaba amenazando a personas, las grabaciones de los testigos muestran cómo éste no tenía nada en las manos y la policía lo tenía inmovilizado en el suelo antes de dispararle. En el caso de Castile, fue su novia quién grabó un vídeo y lo publicó en las redes sociales, en el que se la oye diciendo “El policía le ha disparado 3 veces porque teníamos una de las luces traseras estropeada.”

Un par de días más tarde, un francotirador asaltó a los policías en un acto de homenaje a Sterling y Castile en Dallas, matando a 5 de ellos e hiriendo a otros 8. Obama, que por entonces se encontraba en el estado español asegurando sus lazos imperialistas, suspendió su visita a Sevilla para regresar a su país antes de los previsto, al considerar que estas muertes sí eran lo suficientemente importante como para alterar su agenda a ultimísima hora, no así las dos anteriores. ¿Vale más la vida de un blanco que la de un negro para el primer presidente negro de los Estados Unidos, o es la vida de un policía la que merece más la pena que la de un simple trabajador de los suburbios? Lo cierto es que, a lo largo de las dos legislaturas que lleva en el poder, el conflicto racial no sólo no ha disminuido, sino que se ha exacerbado.



En nuestras mentes está la imagen del cuerpo sin vida de Michael Brown, el joven de 18 años asesinado en Ferguson por la policía en 2014, tirado en medio de la calle y descubierto durante más de 4 horas. Su delito, robar unos paquetes de cigarrillos. Dicha imagen es de por sí turbadora y escalofriante como para no olvidarla, pero la memoria se la debemos también en gran parte al movimiento que había surgido un año antes, tras el asesinato de Trayvon Martin, y que continúa más vivo que nunca. Su nombre, que responde al hashtag que inundó en aquel momento las redes sociales, lo dice todo: “Black Lives Matter” (“Las vidas de l@s negr@s importan"). La muerte de Brown, apenas 3 semanas después de la Eric Garner, en Nueva York, hizo estallar concentraciones, marchas y manifestaciones de protesta en lugares muy diversos de Estados Unidos, consolidando este movimiento anti-racista a nivel nacional encabezado por activistas locales en muchas de las ciudades más importantes del país.

Dicho movimiento denuncia la opresión que sufre la población afroamericana en distintas facetas de la vida: económica, sexual, de género, entre otras, recalcando la violencia que ejerce el estado sobre este colectivo. Haciendo gala a su lema “This is Not a Moment, but a Movement” (“Esto No es un Momento, sino un Movimiento”), miles de personas han respondido en las calles de forma inmediata cada vez que la policía ha asesinado desde entonces a una persona de raza negra. Y no han sido pocas, puesto que, desgraciadamente, la lista de nombres es interminable. Se trata además de un movimiento radical con base activista que escapa al control que tradicionalmente ha ejercido el partido demócrata sobre el movimiento negro tratando de encauzarlo por la vía electoral. El Black Lives Matter ha desbordado los centros de grandes ciudades, bloqueado puentes y se ha enfrentado en ocasiones a la policía.

Esta respuesta de denuncia masiva, contundente y organizada que exige soluciones a la clase política es sin duda el camino a seguir ante la violencia racista ejercida por el estado. Una violencia que va mucho más allá de los múltiples asesinatos ya mencionados. No se trata sólo de que la policía asesinara en 2015 a más del doble de personas negras que blancas (las cifras se encrudecen aún más si nos fijamos en los varones negros entre 15 y 34 años, siendo el número de asesinados 5 veces mayor que el de varones blancos de la misma edad), o de que 1 de cada 65 jóvenes afroamericanos que muere lo haga en manos de la policía.

Los asesinatos son la dramática punta del iceberg de la opresión racista. De acuerdo con un análisis de los datos del gobierno federal llevado a cabo por el centro de investigaciones independiente Pew, las personas negras en Estados Unidos tienen al menos el doble de probabilidades que las blancas de sufrir la pobreza o el desempleo. Así, los hogares con un/a cabeza de familia de raza negra ingresan de media poco más de la mitad que aquellos con cabeza de familia de raza blanca. Las diferencias en el nivel educativo, y en otros muchos ámbitos de la vida diaria, continúan siendo un hecho hoy día. Por otro lado, basta con echar un vistazo a algunos estudios existentes que se fijan en las sentencias judiciales aplicadas y las cifras de personas encarceladas o condenadas a pena de muerte en relación con la raza para descubrir que la ley es la misma para tod@s.

Ante este panorama, la irrupción de Donald Trump como posible candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, abre una vía para acentuar la violencia racista del estado en todas sus facetas.

No obstante, el Black Lives Matter y otros movimientos, como el que lucha por el salario mínimo de 15 dólares/hora, expresan la radicalización de una parte importante de la población, que ha tenido también su reflejo institucional en el despunte de la figura de Sanders. Para vencer las desigualdades es necesario ir más allá continuando en las calles frente a las agresiones, vengan de la policía o de la clase política al servicio de los capitalistas, fortaleciendo el movimiento anti-racista y las movilizaciones que atentan contra la clase trabajadora en su conjunto.

Marta Castillo Segura

domingo, 18 de septiembre de 2016

“¿Tienes dinero? Votas por permanecer. ¿No tienes? Votas Brexit”



Este título del artículo escrito por John Harris en el periódico británico The Guardian un día después del referéndum lo dice todo. Los medios de comunicación pro-UE intentaron dar teñir de racismo al 52% que votó contra la Unión Europea. Y es verdad que la dirección oficial del bando del “Brexit” estaba llena de racismo. Pero el voto no fue ideológico. Fue sobre todo un voto de clase: los barrios obreros y los barrios populares votaron Brexit. Los barrios ricos votaron por permanecer en la Unión Europea. Porque, como dice Harris, “el voto no tiene que ver sólo con la Unión Europea. Tiene que ver con mucho más. “Tiene que ver con clase, con desigualdad, con la política que se ha vuelto tan profesional que ha dejado a la gente sin voz ante los rituales parlamentarios, con una mezcla de rabia y de frustración. Y de la mano van los fracasos políticos: Irak, los escándalos de los gastos parlamentarios… [los políticos] que dan la cara solo a sí mismos”.

Millones de personas se sienten totalmente abandonadas. La clase dirigente de Gran Bretaña y los medios de comunicación han estado intentando tornar en racismo la rabia de la gente por el empleo que no existe y el nivel de paro que se esconde detrás de los mini-jobs, por las minas, los astilleros y las fábricas que han sido cerradas. ¿De quién es la culpa de tu bajo salario? De los obreros polacos que han venido al Reino Unido, dicen los periódicos tipo The Sun. ¿De quién es la culpa de la mala calidad de vida en las ciudades? De los musulmanes, dicen. ¿Cómo nos podemos proteger? Cerrando las fronteras, dicen los gobiernos.

Hay gente que se ha tragado estos argumentos. Pero esto no significa que votaran “Brexit” porque estén de acuerdo con Nigel Farage. Votaron Brexit, sobre todo contra el cierre de las minas, de los astilleros y de las fábricas, contra la patronal que “alquila” trabajadores, contra el deterioro de los barrios, contra el empleo de mierda.

La campaña Lexit “por una salida de izquierdas” intentó imprimir este tono a la campaña contra la Unión Europea. Su impacto, dicen algunos, ha sido pequeño. Pero es ridículo llegar a la conclusión de que porque la izquierda es pequeña, la gente de izquierdas tendría que haberse alineado con el enemigo: con Cameron, los empresarios británicos, los banqueros, Juncker, la Europa fortaleza, el FMI, Lagarde (por recordar sólo algunos de los que lucharon contra el Brexit), porque supuestamente lo más importante era parar a Farage. Como si no fueran las políticas oficiales racistas de los gobiernos británicos y de la Unión Europea las que dieron la posibilidad a UKIP (y a otros partidos racistas y de extrema derecha en Europa) de difundir su veneno.


Las clases dirigentes y la Unión Europea están en crisis profunda. Para la izquierda ésta es una gran oportunidad. El trabajo que hizo la campaña Lexit durante tantos meses -contra la Unión Europea, contra el gobierno de Cameron, contra UKIP, Farage, Johnson y el racismo de todos estos- es una gran herencia para el futuro.

martes, 13 de septiembre de 2016

Una precarización indecente

 

Las grandes empresas empeoran cada día más las condiciones laborales de sus empleados para aumentar la rentabilidad de sus beneficios, y la compañía aérea de bajo coste EasyJet Airline no iba a ser menos. En el aeropuerto de Málaga latrabajadoratrabajadores de EasyJet Handling Spain se están encontrando con esta realidad, una realidad respaldada por la reforma laboral vigente.

En noviembre de 2015 la compañía firmó un principio de acuerdo que dio paso a la firma del IV Convenio estatal de EasyJet Handling Spain, en el que se garantizaba estabilidad laboral y cambiar a la plantilla a jornada completa. Sin embargo, en febrero de este año despidierona 3 trabajadores con 20 años de antigüedad, sustituyéndolos por personal eventual. Donde había un fijo a jornada completa con unas condiciones de trabajo dignas, hay 4 eventuales un par de horas 5 días a la semana en la más absoluta precariedad. Según un acuerdo previamente firmado por la compañía, este tipo de despidos deben pactarse antes con el Comité de Empresa. Al no seguir el procedimiento establecido, el sindicato CGT reclamó y uno de los trabajadores tuvo que ser readmitido.

Llega abril y son despedidos 4 trabajadores más, 3 de ellos con entorno a 20 años de servicio en la empresa y uno con más de 30. A lo largo de tantos años, ninguno había sido apercibido nunca, pero todos fueron planteados como despidos disciplinarios y, por tanto, sin derecho a indemnización alguna. Aquellos que quieran optar a lo que es un derecho negado, deben acudir a la parsimoniosa” vía judicial.

La precarización, en términos generales, sólo presenta dos beneficiados: los empresarios y los que festejan la “bajada” del paro. Mientras, los trabajadores y trabajadoras sufrimos el detrimento de nuestras condiciones laborales, a la vez que los usuarios y usuarias reciben un servicio peor.

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Por todo ello, el personal de EasyJet Handling Spain en Málaga iniciaron una huelga indefinida que aún mantienen después de más de 100 días, con concentraciones todos los lunes en el aeropuerto. El sindicato CGT se enfrentará a la empresa en juicios por los depedidos este mes de septiembre, y ha llevado a los tribunales también lo que consideran una vulneración del derecho a huelga, por los servicios mínimos impuestos durante estos días de reivindicación.

El sector está que arde. Recientemente hemos conocido que el personal de asistencia en tierra de Menzies Aviation Ibérica, empresa que presta servicios a Vueling y EasyJet, está realizando paros a lo largo de este mes en los aeropuertos de Madrid, Barcelona, Alicante, Málaga y Palma para protestar por un nuevo aplazamiento por parte de la empresa de la negociación del nuevo Convenio Colectivo.

Desde el Colectivo Acción Anticapitalista apoyamos estas luchas y queremos mostrar nuestra solidaridad con estos trabajadores y trabajadoras.

Porque la precariedad no es la salida, no para la mayoría.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Turquía La gente en la calle paró el golpe de estado





El viernes 15 de julio, sobre las 10 de la noche, unos tanques bloquearon el puente del Bósforo, en Estambul. Al principio, se corrió la voz de que se trataba de un atentado. Pero pronto, la verdad empezó a doler. Los tanques habían salido a las calles en Estambul y en Ankara.
Se oían tiroteos y explosiones. Unidades del ejército se posicionaban en ubicaciones centrales, como en la Plaza Taksim. Ocuparon el edificio de la televisión pública. Otras ocuparon el aeropuerto más grande de Estambul. Aviones F-16 estaban sobrevolando a ras de tierra para sembrar el miedo.
Un poco antes de las 11, el primer ministro Binali Yildirim salió en una cadena de televisión privada para denunciar un intento de golpe de estado por “una parte del ejército”. La confirmación vino un poco más tarde cuando en la cadena pública se leyó el comunicado de los golpistas que se autodenominaban “consejo de paz”. Dijeron que habían tomado las riendas del país para asegurar “los derechos humanos, la Constitución y el estado de ley”.
Todos los golpes de estado en Turquía desde 1960 han utilizado un discurso similar. Otra cosa que aseguraban los golpistas era que “las obligaciones internacionales” de Turquía serían totalmente respetadas. Turquía es uno de los países importantes de la OTAN y la base de Incirlik la usan a menudo aviones yanquis en su “guerra contra el terrorismo en el Medio Oriente”. En esta base repostaron combustible los aviones controlados por los golpistas.
John Kerry, el ministro de Asuntos Exteriores de EEUU, que estaba en Moscú en aquel momento, deseó “estabilidad y continuidad” a Turquía. Era un guiño hacia los golpistas. Un poco más tarde, el Ministerio de Asuntos Exteriores informaba a los viajantes estadounidenses de que en Turquía había tenido lugar un “levantamiento” y no golpe de estado.
Tanto Obama como Kerry se acordaron de que había un “gobierno democráticamente elegido” mucho más tarde, cuando ya era obvio que el golpe de estado estaba fracasando. Lo mismo pasó con la UE y con todos los gobiernos “occidentales democráticos”. Por supuesto, no tenían ningún problema con Erdogan los meses anteriores cuando firmaban el vergonzoso acuerdo sobre los refugiados o cuando Erdogan mandaba el ejército contra el pueblo Kurdo.
Mientras el golpe de estado estaba agonizando, empezaron a aparecer “análisis” que lo infraestimaban. En todos los medios de comunicación internacionales, la descripción mayoritaria era que se trataba de un acto casi cómico de unos “militares sin cabeza”. Los más imaginativos utilizaron las palabras de Gulen, un imam ex-aliado y ahora enemigo duro de Erdogan, según el cual todo el acto fue una escenificación del propio Erdogan.
La verdad es que el golpe de estado era real y amenazante, aunque no tuviera el “sello” de la alta dirección del ejército como ocurrió en otros casos de golpes de estado en Turquía. Una medida de su seriedad es el coste en sangre: 265 muertes y casi 1500 heridos y heridas. Los comandantes del segundo y tercer ejército, el jefe del primer ejército, el comandante militar de Malatya (base del 2º ejercito), un ex lider del Consejo de Defensa Nacional, unidades de la fuerza aérea y partes de divisiones de tanques participaron en el intento.

Lo que no calcularon bien los golpistas fue la reacción masiva a su intento. Esta resistencia cambió el equilibrio de fuerzas y marcó la opinión de los altos militares que no se habían pronunciado en los primeros momentos. Los manifestantes que anduvieron en el puente de Bósforo, sin miedo a las balas ni a los tanques que lo habían ocupado, fueron los que mostraron con su sangre que si los golpistas hubieran insistido, habrían encontrado una resistencia sin precedente, que podría haber llegado al borde de una guerra civil.
Así que Erdogan, que casi se había escondido, hizo un llamamiento al pueblo para que saliera a la calle (utilizando las redes sociales). Pero la resistencia al golpe de estado no vino solo del estrecho núcleo de seguidores acérrimos de Erdogan y el aparato de su partido, AKP, a los que algunos “analistas” se atreven a llamar “chusma islamista”.
Erol Onderoglu, portavoz de Periodistas sin Fronteras, que está perseguido por el gobierno de Erdogan por hacer “propaganda terrorista” al apoyar un periódico pro-Kurdo, dijo a The Guardian: “La resistencia al intento de golpe de estado anoche fue especialmente heterogénea. El resultado más útil de estos acontecimientos es que mucha gente que no apoya a AKP apoyó los valores democráticos a pesar de la represión [gubernamental] reciente.”
Un profesor de Universidad comentó en el mismo periódico: “Esta gente no apoya a Erdogan pero están contra la idea de un golpe de estado militar. Turquía tiene una historia de intervenciones militares que han sido muy dolorosas y traumáticas, y por eso no me sorprendí cuando vi una oposición tan unida a este intento”.
Estas experiencias “dolorosas y traumáticas” de los golpes de estado en Turquía no son una manera de hablar. Es una historia reciente, sucia y sangrienta. Cuando la oposición “laica” organizó manifestaciones hace tres años en la Plaza Taksim, la consigna dominante decía que el ejército debía “cumplir su deber”.
La primera vez que “cumplió su deber” el ejército fue en mayo de 1960 cuando derrocó al gobierno de Menderes del Partido Demócrata. Los militares pensaban que los fundamentos del estado “kemalista” eran amenazados y que Menderes (al que ahorcaron después de una parodia de juicio) llevaba a cabo una apertura hacia la URSS. Organizador de aquella junta de militares “jóvenes y de baja graduación” era el coronel Alparslan Turkes, que unos años después fundaría el partido fascista MHP, cuyos grupos de combate, los “Lobos grises” atacarían y asesinarían a miles de obreros, estudiantes y gente de izquierdas.
El siguiente golpe de estado ocurrió en marzo de 1971. Esta vez los tanques no salieron a las calles. El jefe del Consejo de Defensa del Estado mandó un “memorándum” al primer ministro Demirel dándole un plazo para conseguir un “gobierno estable”, y si no, el ejército “cumpliría con su deber constitucional”, o sea, tomaría el poder, tal y como sucedió. Lo que ocurrió después fue una ola masiva de detenciones, torturas, encarcelamientos de militantes de izquierdas y del movimiento obrero.
Pero toda esta represión no fue nada comparada con lo que pasó en septiembre de 1980 cuando la junta del general Evren, dio otro golpe de estado. Casi 650 mil personas fueron detenidas, centenas de miles fueron juzgadas y condenadas a penas graves y a muerte. Casi un millón y medio entraron en la “lista negra”, y centenas de miles perdieron su pasaporte. Miles fueron las personas asesinadas y desaparecidas.
Masacraron o echaron del país a una generación entera de izquierdas y de movimientos masivos. La represión fue aún más salvaje en la parte suroeste del país, contra la población kurda. La cárcel de Diyarbakir se convirtió en un sinónimo del terror. Ahí están las raíces de la guerrilla del PKK, que ganó miles de adeptos los años siguientes.
La última vez que el ejército derrocó a un gobierno con un “memorándum” fue en febrero de 1997; el primer ministro era Erbakan, del partido de Bienestar, del que proviene el partido de Erdogan. La primera señal vino a principios de aquel mes, cuando los tanques salieron a las calles de Sincan, un barrio de Ankara. Se había organizado un acto público, con participación de oficiales del gobierno, contra los crímenes de Israel, y se habían colgado banderas de Hamas y de Hezbolá. Esto era demasiado para los generales que hicieron “un movimiento para equilibrar la democracia”, como dijo uno de ellos.
A finales de mes mandaron su “memorándum” a Erbakan, demandando la “salvaguardia del carácter laico del estado”. Erbakan lo firmó, y así firmó su muerte política. Tres meses después, dimitió.
El partido de Erdogan ganó las elecciones de 2002 y los años siguientes ganó sucesivamente otras tres elecciones, con una mayoría cada vez más amplia. Es un partido conservador con política neoliberal y su columna vertebral son capitalistas que quieren vestir sus intereses con traje de “respetuosa religiosidad”. Pero los que lo votan son millones de trabajadores y trabajadoras y pobres en las grandes ciudades turcas.

La razón es sencilla. El AKP era el partido que odiaban los militares, y por eso la gente que había sufrido décadas de opresión lo votaba. Cuando Erdogan rompió relaciones con Israel después de los asesinatos en la flotilla de solidaridad con Gaza, su popularidad subió. Los generales eran los aliados tradicionales de Israel.
Y cuando empezó el “proceso de paz” con el PKK en 2011, los generales se estaban volviendo locos, pero la mayoría quería paz. A su vez, la economía parecía marchar estupendamente, por lo que la clase burguesa también estaba contenta.
Pero la crisis mundial empezó a desinflar el milagro económico, y el Medio Oriente comenzó a arder. Las condiciones para que los generales reaparecieran en el escenario político las creó Erdogan mismo, aliándose con ellos para atacar al movimiento del Parque Gezi en 2013, contra las huelgas y sobre todo para reiniciar la guerra contra el pueblo kurdo.
El periódico Financial Times comenta y acierta:
“Como primer ministro, Recep Tayip Erdogan le había sacado los dientes a las fuerzas armadas, pero al final les devolvió su influencia cuando se hizo presidente hace dos años. Lo que devolvió a los generales a los círculos de poder fue la decisión del presidente de hacer la jugada nacionalista y empezar otra vez una guerra con todas las fuerzas contra PKK, pasando al ejército el control de muchas áreas del suroeste donde el pueblo kurdo es mayoría.”
El artículo termina con una conclusión y una advertencia: “Los generales han vuelto a la ecuación política, y un presidente que sobrevivió porque los militares lo apoyaron, es mejor que no se confíe demasiado”.
Erdogan no es amigo de los trabajadores ni de las libertades democráticas. Pero si la izquierda no se enfrenta abiertamente y sin ninguna duda con los golpes de estado de los generales, nunca encontrará el camino hacia la mayoría que no quiere en Turquía una dictadura como la de Sisi en Egipto.
Los compañeros y compañeras de DSIP (nuestro partido hermano en Turquía) llamaron desde el primer momento a la resistencia activa en las calles contra el golpe. Pero decían: “Mientras luchamos contra el golpe de estado, hay que luchar contra las condiciones que dieron a los militares la oportunidad para este intento: las condiciones antidemocráticas, las condiciones de guerra”.
Basado en nuestros periódicos hermanos de Turquía y Grecia